Nadar en la abundancia
“La cultura de consumo, cultura del desvinculo,
nos adiestra para creer que las cosas ocurren porque sí.”
Eduardo Galenao
Existen muchas Europas, muchas Españas, muchas autonomías, muchos pueblos… tantos como personas con sus circunstancias particulares. Sin embargo, la mayoría vivimos inmersos/as en nuestras jornadas laborales, disfrutamos de múltiples y diversas actividades culturales y nos preocupamos por divertirnos y enseñarle al resto nuestra magnífica vida social. Pero, sobre todo, pensamos en comprar, compramos, volvemos a pensarlo y seguimos comprando.
Algunos y algunas (especialmente las personas blancas y de un nivel socio-económico determinado) tenemos la gran fortuna de poder ir a un supermercado siempre que lo deseamos (ya no entro ni en la ropa, cosmética, decoración ni en los mil etc más) y llenar el carrito de la compra con aquello que supuestamente necesitamos para estar sanos/as y bien alimentados/as (o por lo menos, con productos que nos quiten el hambre).
Quizás no es culpa nuestra (del común de la población) o sí, de que los supermercados sean tan sumamente abrumadores. En la sección de pan encontramos más de 10 tipos (espelta, trigo, maíz, cereales con chocolate y todas sus posibles combinaciones), en las carnes, a parte del envasado, el plástico y la calidad (que eso es un melón que no me da para abrir en este artículo) encontramos un sinfín de bandejas con partes distintas de diversos animales.
En las verduras y frutas (todas brillantes y relucientes y a veces con una especie de agüilla evaporizada que les cae por encima) disponemos de todo tipo y procedentes de medio mundo, de alimentos magníficos, y así podría seguir llenando páginas y más páginas. Lo que quiero decir es que la mitad norte del mundo vive en la abundancia más disparatada y simplemente damos por supuesto que las cosas son así sin plantearnos ni las consecuencias ni el porqué de nuestro modo de vida actual.
Después de unos días en España, volver a los campamentos de refugiados/as saharauis implica ir a hacer la compra al mercado y precisamente en ese momento es cuando caes en la cuenta (o por lo menos me vuelvo a recordar a mí misma) que lo de la abundancia no es global ni universal. En medio de la hamada argelina (La parte más árida del desierto del Sáhara) hay miles de personas que viven supuestamente de forma temporal en un campamento de refugiados, porque les expoliamos sus recursos y su territorio (me incluyo como ciudadana española que come pulpo supuestamente pescado en el cantábrico que en realidad es comprado a Marruecos que a su vez lo ha pescado en costas del Sáhara Occidental, país que invadió y de momento no ha devuelto a sus gentes). Especialmente las mujeres son las que van a las pocas tiendas que existen (porque después de más de 43 años fuera de su país, pues algo tejido económico se ha creado, aunque débil y generalmente dirigidos por hombres) y se encuentran con unos calabacines cuchurridos (si hay claro), mini zanahorias y mini cebollas, algo de pollo congelado, el pescado que brilla por su ausencia, y dos o tres tipos de frutas. Sí querida, me digo a mí misma, nada de Tempei, ni chorradas mil precocinadas, ni aguacates, chirimoyas o pimientos de color alienígena. Aquí lo que hay son los descartes de los descartes porque estamos en un campamento de refugiados del que la gente se ha olvidado. Pero aquí siguen comiendo, respirando y necesitando una vida digna.
Por no seguir dilatándome, este batiburrillo de palabras tiene como única intención hacernos (me) reflexionar sobre el modelo de consumo actual y sus graves consecuencias. No con el fin de quedarme con la imagen de que el mundo es un desastre, sino porque considero que las conciencias críticas se forman desde la autorreflexión y el cuestionamiento continuo y porque estoy convencida de que esa es la única forma de conseguir un mundo menos egoísta, más justo y más humano.
Artículo escrito por Noelia, EU Aid Volunteer en Sáhara